de es

Intraducible

De los tres lugares que a lo largo de mi vida he llamado mi casa, dos quedan en el barrio de Once. La casa de mi mamá, en la que todavía vive ella, y donde pasé mis primeros veintitrés años, está en Tucumán y Paso, en el epicentro del Once judío, una zona comercial que para la mayoría de la ciudad es de paso pero que para judíos, bolivianos, chinos y paraguayos es nuestro hogar; la casa de mi abuela, el lugar al que me mudé con una amiga a los 23, queda a una cuadra del shopping Abasto, a una cuadra del límite entre Balvanera (el nombre oficial barrio de Once, que tiene fronteras más estrictas que nuestro barrio imaginario) y Almagro. Estas son básicamente las dos propiedades en poder de mi familia: lo explico para que se entienda que hace años, décadas ya, mi mamá está esperando que el Once se gentrifique a ver si aumentamos nuestro patrimonio. Jamás sucede. El Once, sostengo hace años, es un barrio inmune a la gentrificación. A su alrededor todo sube de precio, se llena de tostadas con palta y mujeres jóvenes y blancas empujando cochecitos; y en el centro de un vórtice, como protegido por una cisterna invisible, el Once resiste, con sus baldosas rotas y sus carteristas, convirtiendo en mugre todo lo que toca.

Lo curioso es que una podría decir que la mezcla cultural del Once es una receta triunfal: no debería ser difícil vender la ensalada multiétnica del Once como algo chic, en pleno 2021. Y sin embargo, la realidad se niega. Esa es la segunda parte de mi tesis, que voy a desarrollar en postales de mi barrio querido: el Once es ingentrificable porque el Once es intraducible. Es un barrio que se resiste a la explicación, al diálogo, a todo eso que una traducción implica, la ganancia y la pérdida.

Tzvi Migdal
 

Esquina San Luis y Azcuénaga: acá pasaron cosas que algunos vecinos prefieren no recordar

No sé casi nada de esto; de hecho, ni siquiera podría señalar los edificios correctos. Solo recuerdo que mi mamá me dijo que estas eran las cuadras de la Tzvi Migdal, la infame red de prostitución controlada por miembros poderosos de la comunidad judía que funcionó a principios del siglo XX. Por estas calles (San Luis, Azcuénaga) se supone que había edificios que pertenecían a los proxenetas, donde trabajaban y vivían las chicas que habían venido a la Argentina con la promesa de un matrimonio conveniente y se terminaban quedando en los prostíbulos. Algunos de estos edificios estuvieron vacíos mucho tiempo, otros fueron demolidos: se dice que las familias de la Tzvi huyeron a Israel y que los herederos que quedaron acá se cambiaron el apellido y no quisieron reclamar sus herencias para no levantar la perdiz. Esos apellidos nunca se dicen en voz alta; al menos no lo hacen ni mi mamá ni sus amigos. Es una historia que viaja sin nombres. Podríamos haberla vendido, esta historia: de hecho, hace dos años se hizo una telenovela sobre ella, en la que no había prácticamente ni un judío actuando ni escribiendo. Podríamos haberla vendido mucho más de lo que lo hicimos, la podríamos haber traducido, en lugar de dejar que otros la tradujeran mal. Pero no quisimos hacerlo. No queremos que nadie la conozca; nos da vergüenza. A veces tampoco sé qué tantas ganas tenemos, de que alguien venga a conocernos.

Ajim
 

El local de comida Ajim temporariamente cerrado por el confinamiento

Ajim, en cambio, representa para mí el intento más logrado del Once de traducirse a sí mismo. En este local, que queda casi enfrente de la casa de mi mamá, estuvo durante muchos años ubicado un local de Helueni, la comida sefaradí kosher más deliciosa de toda la ciudad; en algún momento Helueni decidió mudar esa sucursal (ahora tienen dos, una muy cerca y otra más en la zona de Once sur) y los reemplazó un lugar de shawarma sin personalidad en el que sin embargo compré varias veces, el Jaial. Fundido el Jail, el local permaneció vacío hasta que llegaron los hermanos de Ajim (valga la redundancia, ya que ajim significa “hermanos” en hebreo). Desde el primer momento pensé que era el único lugar del Once al que yo podía llevar a mis amigos del resto de la ciudad. No es que sea particularmente chic, pero es como que es, digamos, autoconsciente de su exotismo, y en eso radica su gracia (además de que la comida es buenísima). Los que te atienden son judíos turcos pura cepa, con camisas de seda y cadenas colgadas. El detalle más cool, sin duda, son los tres relojes que cuelgan con la hora de Buenos Aires, Nueva York y Tel Aviv. En cualquier otro lugar sería una hipstereada, aquí es tierno. Así y todo, solo conseguí que una amiga mía viniera a conocer el que creo que es el mejor shawarma de la ciudad; es difícil que gente criada en barrios residenciales venga al Once por voluntad propia. Hay algo del asunto que los excede.  

 

Plaza Once
 

La Plaza Once es el corazón espeluznante del barrio

Aquí está el asunto que excede a los extranjeros, el epicentro, el alma profunda y tormentosa del barrio de Once: Plaza Miserere, o como le decimos todos, Plaza Once, un nombre imaginario para una plaza que le da un nombre imaginario a un barrio. La Plaza Once, ubicada plenamente en lo que me gusta llamar Once sur (lo saqué de la poeta Cecilia Pavón, que le dice así a la parte del barrio que queda al sur de Rivadavia), es la capital de la traducción radical: el lugar donde se habla en guaraní, en creole y en chino a cualquier velocidad y en cualquier acento y sin embargo, todos se entienden. Plaza Once tiene la música de los trabajadores callejeros: de los inmigrantes que llegan al barrio cada año, los que se instalan por aquí son los que se ganan la vida en la calle, vendiendo comida, sexo o baratijas. En los últimos años, definitivamente, es tierra de senegaleses y haitianos; se comunican en francés y en creole, venden anillos y si te parás a conversar te pueden señalar los lugares del barrio donde se hacen fiestas en las que se baila su música, a los que por supuesto jamás te van a invitar. Plaza Once es el verdadero karma de Horacio Rodríguez Larreta, el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires; hace unos años, finalmente, logró “limpiarla” y quitarles lugar y sustento a los vendedores callejeros. ¿Pero qué se pensará, Horacio? ¿Que con un par de arbolitos va a convencer a mis amigos de Palermo de venirse a tomar un latte acá? Tengo pésimas noticias, querido: yo no sé cuánto tiempo lleva usted en esto, pero yo hace treinta años que invito gente a pasear por acá. Puede echar y agredir a toda la gente que quiera, que seguiremos siendo tierra de nadie, palabra maldita, sombra mal parida, insulto intraducible; por eso a nadie le importará lo que les hagan a los manteros, pero le aseguro que tampoco le importarán sus banquitos de colores.

Abasto
 

El antiguo Mercado de Abasto de Buenos Aires hoy en día es un shopping

A veces pienso que el Once cambia tanto que nunca cambia. Es como un río, que nunca es el mismo río porque el agua va y viene todo el tiempo, pero esa transformación constante termina dibujando siempre los mismos colores. Sin embargo, el Abasto si cambió mucho desde que yo tengo mi memoria. Casi enfrente de él, en la cuadra que divide a Balvanera de Almagro pero que espiritualmente es 100% Once, está la casa de mi abuela, donde se crió mi mamá, donde tomé la leche toda mi infancia y a la que me mudé con una amiga a los veintitrés para compartir unas expensas carísimas que nadie más quería pagar. El Abasto dejó de funcionar como mercado de frutos en 1984, cinco años antes de que yo naciera; lo recuerdo cerrado y abandonado, una gran mole que no significaba nada. En 1998, cuando yo tenía 9 años, terminaron finalmente convirtiéndolo en un shopping: la esperanza blanca (funciona en muchos niveles) del barrio, lo que finalmente iba a convertir una zona oscura y peligrosa en un barrio en alza. Para sorpresa de nadie, nada de eso pasó. El shopping se volvió él mismo un lugar sombrío, al que las chicas bien jamás pisarían: el barrio se comió al Abasto mucho más de lo que el Abasto se comió al barrio. El Once no podía traducirse al lenguaje del centro comercial, sus vidrieras lujosas e iluminadas: era un lugar intraducible, impenetrable, invendible. La verdadera transformación llegaría más de una década después, con la crisis de Venezuela y la inmigración dominicana. Hoy Abasto sí es un lugar con una personalidad distinta: sobre los monumentos del tango y el recuerdo de Gardel montaron un barrio caribeño, lleno de palabras nuevas. Mi friend, mi pana, apelativos que nunca habíamos escuchado y que nadie, por suerte, ha intentado traducir. Solo lo incorporamos, a ese agujero negro, ese triángulo de las Bermudas de los idiomas y las culturas que tenemos en el Once, y que no se vende, porque es intraducible como la poesía, que no se vende porque la poesía no se vende.

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© Rodrigo Mendoza

Tamara Tenenbaum (1989 en Buenos Aires) estudió filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Trabaja como docente de filosofía y periodista para el diario La Nación. Tenenbaum es coeditora de la editorial Rosa Iceberg. 2017 se publicó su primer poemario Reconocimiento de terreno, su primera novela Todas nuestras maldiciones se cumplieron siguió en 2021. Es considerada como una de las voces emergentes de la literatura argentina.

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