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Ningún miedo a los riesgos

Villa Ocampo, Beccar, 24 km al norte del centro de la ciudad de Buenos Aires

Me encuentro cara a cara con Albert Camus, cuya mirada vela con benevolencia sobre la biblioteca de la mansión familiar de Victoria Ocampo. De adolescente, yo no conocía sus rasgos, pero pocas obras me impactaron como El extranjero, el primer libro que intenté, torpemente, traducir. ¿Qué hallazgos literarios debo al grupo Sur, que V.O. fundó en 1930?

Como indica Patricia Willson en La Constelación Sur, la influencia de la editorial trasciende su catálogo. En las décadas de esplendor de la industria argentina del libro, sus colaboradores tradujeron literatura para un gran número de sellos muy activos. Por citar solo a autores en lengua francesa: Jean Genet y Samuel Beckett, para Sur, y Paul Valéry, para Losada, traducidos por José Bianco; Camus, para Losada, por Guillermo de Torre; Sartre, también para Losada, por Aurora Bernárdez; Georges Bataille, para Sur, por María Luisa Bastos; Marguerite Yourcenar para Sudamericana y André Gide para Argos, ambos por Julio Cortázar. Autores extraordinarios, traductores ejemplares.

Rufino de Elizalde 2831. En 1928, Victoria Ocampo encargó una nueva casa en Barrio Parque, el más rico y exclusivo de la ciudad. Primera obra modernista del país, sus líneas geométricas irritaron tanto a los vecinos como al arquitecto, Alejandro Bustillo, famoso por su estilo neoclásico y monumental, y que aceptó a regañadientes las especificaciones del encargo. Allí se celebró la primera reunión de la editorial Sur y su revista. Victoria no temía correr riesgos, y podía permitírselos. El catálogo de Sur, estrictamente contemporáneo, lo demuestra. Ni compromisos de clase, ni corrección política, ni homogeneidad estética limitaron la nómina de autores. Jorge Luis Borges tradujo a Henri Michaux, Ernesto Palacio a Luis-Ferdinand Céline, Roberto Bixio a Pieyre de Mandiargues, Victoria Ocampo a Colette, José Bianco a Jean Genet, César Comet a André Malraux.

Viamonte 494. En el predio que había ocupado su propia casa de infancia, Victoria Ocampo hizo construir el edificio que desde 1931 albergaría las oficinas de Sur. Una mañana de lluvia salgo a fotografiarlo. V.O. murió en 1979. Sur se disolvió en 1992. Veo, en el primer piso, a una fotógrafa y un fisicoculturista que están haciendo una sesión de fotos, tal vez publicitarias. Pronto descubren a este traductor/fisgón y cierran las cortinas.

Costanera Sur. Esta parte de la ciudad es para mí como un país extranjero: está lejos, no en el espacio, sino en el tiempo. En una época, los porteños aún no le daban la espalda a su río «ancho como mar». Esta parte de la orilla no había sido rellenada con escombros, ni había surgido, sobre ellos, paradójicamente, una reserva natural que pronto repoblaron los pájaros que la ciudad había condenado al exilio. No había allí un angosto canal ni una lengua de tierra arbolada, sino agua, agua hasta el horizonte. Allí cerca, en 1903, se erigió el monumento a las Nereidas, de tema griego y connotación oceánica, realizado por la escultora Lola Mora. En ese lugar, en 1945, dos singulares enamorados, los escritores y traductores Jorge Luis Borges y Estela Canto, se tomaron una fotografía.

Borges sostiene la mano de Estela. Estela sostiene un libro de Henry James. Era un amor desigual. Él la amaba de un modo romántico, desesperado y casto. Ella era una mujer de ideas progresistas, sexualmente liberada. No creía en un amor que no incluyera, además del entendimiento intelectual, la intimidad física. Borges no se atrevió a llevar el suyo a ese plano. Si no hubiese sido el gran escritor que fue, bastaría con su traducción de Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux, para deberle al autor de «El Aleph» gratitud literaria eterna. A Estela le debemos, entre otras traducciones, Impresiones de África, de Raymond Roussell, y una de las mejores versiones en español de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.

México 564/Tacuarí 704. Se conocieron en 1944, en casa de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, la hermana de Victoria. Solo dos cuadras separaban la antigua Biblioteca Nacional –que Borges dirigiría entre 1955 y 1974, hoy en un penoso estado de abandono– del departamento donde vivía la entonces futura traductora de Proust, en la esquina de Chile y Tacuarí. Al cortejarla, Borges abandonaba su zona de confort. Él era un hombre de familia patricia: el nicho natural de su casta se encontraba en el Barrio Norte. Ella era una mujer independiente y relativamente pobre, que vivía en San Telmo, el antiguo barrio Sur, un arrabal de “orilleros”, que sin embargo era para Borges materia literaria.

Frente al edificio de Estela había un «almacén y bar» como los de antaño (hoy un modesto restaurant). Cierta tarde, mientras la esperaba, Borges entró a beber una caña. Con el vuelto recibió una moneda, cuyo desgaste le llamó la atención e inspiró su cuento «El Zahir». Según algunos estudiosos de su obra, el breve relato tematiza la pasión amorosa como adoración de «un dios imperfecto». Entre satírico y metafísico, podría decirse que «traduce» al lenguaje literario un amor sin salida. O más bien al contrario, sugiere la posibilidad de exorcizar ese amor por medio de un sucedáneo simbólico: el Zahir, objeto banal que absorbe los pensamientos de quien lo ha visto y que ya no le permite pensar en nada más (ni siquiera en la mujer amada). Hoy podría ser una de las chucherías en la vitrina de la tiendita bajo el edificio donde vivió la traductora que desairó el amor de Borges. Una tienda de otra época, que solo en un sitio como San Telmo es posible aún fotografiar.

San Martín 987. Estela Canto iba a mudarse a este edificio de la calle San Martín casi Paraguay, en las inmediaciones de Retiro. Estoy lejos de Buenos Aires cuando me entero de este dato, a través de Daniel Mocca, autor de un libro inédito sobre E.C. y su hermano, el también traductor Patricio Canto. Le robo a GoogleMaps estas imágenes que traduzco al blanco y negro, y al lenguaje de mi humilde ensayo fotográfico. Aquí vivieron, en departamentos separados, Estela Canto y su amante, Georges Moentack, belga y ex combatiente de la segunda Guerra Mundial, hombre casado que llevaba una doble vida. Se dice que el tal Georges ayudó a Estela a aclarar muchos de los problemas de traducción que le presentaba La recherche. Para traducir, a veces hay que contar con el informante –o con el amante– adecuado.

Corrientes 751. No lejos del Instituto Goethe de Buenos Aires, a mitad de camino entre el Obelisco y el Bajo, donde hoy se encuentra el teatro Astros, junto a una iglesia metodista, se hallaba el bar Palácio do Café. Allí, bajo el liderazgo de Raúl Ricardo Aguirre y Edgar Bayley, se reunían los miembros de la revista Poesía Buenos Aires (1950-1960). En un manifiesto de 1945, Bayley declaró: «El invencionismo lleva a cabo una negación enérgica de toda melancolía, exalta la condición humana, la fraternidad, el júbilo creador, y apoya su fe en una definición de la realidad». La revista publicó de manera consecuente –junto a obras de sus integrantes– traducciones de textos de escritores como Maurice Blanchot, René Char, Francis Ponge, Pierre Reverdy y otros. Poesía Buenos Aires tuvo un rol central en la difusión de sus obras, poniéndolos en diálogo con las vanguardias latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX. Uno de los miembros más jóvenes del grupo, el poeta y gran traductor Rodolfo Alonso, fallecido en enero de 2021, realizó versiones memorables de obras de Guillaume Apollinaire, Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Saint-Pol Roux y Paul Valéry, por citar solo a algunos autores franceses, además de sus traducciones fundamentales de Fernando Pessoa o Giuseppe Ungaretti.

Montevideo 980/ Marcelo T. de Alvear esquina Montevideo (Bar «El cisne»).

Desde 1967, la gran poeta Alejandra Pizarnik tradujo a autores tan vitales como Antonin Artaud, Yves Bonnefoi, Michel Leiris, Aimé Césaire, Pablo Picasso y la dupla Paul Éluard-André Breton. Su versión de La vida tranquila, de Marguerite Duras, publicada por el prolífico Centro Editor de América Latina, ostenta el más extremo pie de imprenta: ese año, 1972, Alejandra Pizarnik se quitó la vida. Sus Diarios, editados en 2003, se extienden desde 1954 hasta el 4 de diciembre de 1971, sin que haga mención en ellos a su trabajo con la escritura intensa y singular de la autora francesa, siquiera como peripecia laboral. ¿Pizarnik dio los últimos retoques a su traducción de La vida tranquila cuando ya la suya no encontraba sosiego? ¿En qué trance o pesadilla, con cuánto trabajo o cuánta insuficiente felicidad tradujo, justo antes de eclipsarse ella misma, la segunda de las novelas publicadas por Duras, entonces desconocida en Argentina? La placa de piedra colocada en su puerta y la calma que llena el bar que Alejandra solía frecuentar no responden –bajo la lluvia de verano y la pandemia– ninguna de mis preguntas.

La foto de la izquierda fue tomada por Natalia Zito. Ya no recuerdo a quién de nuestros amigas y amigos debemos las dos fotos de conjunto que se encuentran sobre el lado derecho.

Avenida Infanta Isabel 555, Museo Sívori. Me gustaría poner aquí una buena foto de Víctor Goldstein, uno de los más grandes traductores de la Argentina. Por ejemplo, habría sido oportuno tomarle algunas fotografías cuando, uno o dos años atrás, lo visitamos junto a algunos amigos en su casa de la localidad bonaerense de Tortuguitas, a casi 40 kilómetros de la ciudad. Pero en ese momento no se me ocurrió, y ahora solo tengo una foto pequeñísima, que él mismo, nada inclinado a la auto-celebración, debe haber entregado a cierta página de Internet que publicó su currículum y de donde yo la extraigo.

Es todo lo que hay. Por obvias razones de cuidado sanitario, hoy no puedo volver a visitarlo para retratarlo en su amable jardín. Y también porque su casa me queda lejos y yo me encuentro en plena cuenta regresiva antes de un viaje.

Víctor tradujo magistralmente a unos doscientos autores de lengua francesa e inglesa, y a pesar de eso encontró tiempo para compilar, a lo largo de los años, un útil Diccionario de locuciones y modismos franceses y otras rarezas idiomáticas con sus equivalencias en español.

Entre tantos autores fundamentales, cuya traducción le debemos, yo atesoro especialmente sus versiones de textos breves de Alfred Jarry, la poesía completa de Blaise Cendrars y su versión de La vida en los pliegues, de Henri Michaux, a través de la cual descubrí, en mi adolescencia, a este autor de los más imprescindible para mí.

En diciembre de 2019 logré convencerlo de que saliera por un rato de su voluntario retiro suburbano para asistir a la performance «Los que fui», primer acto –consagrado precisamente a Henri Michaux– del Ciclo Alta Traición, «una leal conjura literaria», que creamos con un puñado de traductores, músicos y actores. Entre los textos leídos, incluimos algunas traducciones del propio Víctor. Él estaba allí, sentado con el resto del público, y yo sentía, mientras realizábamos nuestra puesta en voz del más discreto de los poetas, frente al más discreto de los traductores, que le retribuíamos a Víctor Goldstein un poquito de lo mucho que él ha dado.

Ceci n’est pas une poire. Pronto emprenderé un viaje. Viviré dos meses en una residencia para escritores, en Suiza, donde el confinamiento universal que soporta el mundo adquirirá para mí una condición casi monástica. Antes, salgo a comprar ropa de abrigo y calzado: llegaré en pleno invierno y debo prepararme para el frío y la nieve. En la vitrina de una librería de la Avenida Santa Fe veo una reedición de la mítica Antología de la poesía surrealista de lengua francesa que Aldo Pellegrini realizó hace 60 años para la Compañía General Fabril Editora. Hazaña de un solo hombre que tradujo a casi setenta poetas, adscriptos o afines al surrealismo, desde 1922 hasta 1961. Entro en la librería, atraído por este imán que lleva en la cubierta fotografías de Man Ray y el sello de la editorial Argonauta, que lo reedita desde 1981. Al hojearlo reconozco varias cosas: 1) nunca he poseído un ejemplar, pero conozco desde siempre su irradiación; 2) he leído a muchos de estos autores: a un par de ellos incluso los traduje, o bien intenté convencer a editores de encargarme traducciones de sus obras; 3) sin duda conocí la existencia de esos autores por consejos de amigos, a quienes otros amigos debieron señalarles sus obras, y a ellos, a su vez, tuvo que ser Pellegrini, con su portentosa tarea de presentación y traducción, quien los inició a su literatura; 4) le debo por lo tanto muchísimos descubrimientos; 5) y otros tantos hallazgos potenciales, ya que hay autores en el libro a quienes no he leído todavía; 6) este libro, sin relación directa con los autores que debo traducir o estudiar, ni con los textos que espero escribir allá, es el que elijo llevar en mi viaje, por así decir, tan solo para mí mismo. Salgo a la calle con el tesoro adquirido en la mochila. Como la carta robada de Poe, siempre había estado delante de mis ojos.

Al día siguiente tomo un vuelo de Lufthansa a Ginebra vía Fráncfort.

Hago esta modesta composición fotográfica en homenaje a Aldo Pellegrini, encontrándome a 11.000 kilómetros de Buenos Aires, en Montricher, Vaud, Suiza, país de exilio de Jean Arp y Tristan Tzara, dos de los poetas compilados.

En la página web que puede verse en el monitor de mi computadora, se reproduce un conocido retrato fotográfico del traductor, originalmente realizado por Mario Muchnik e incluido luego en las ediciones recientes de su Antología.

                      

Un café con Simone de Beauvoir. Vuelvo a casa con las horas contadas para preparar mi valija y me encuentro, en una esquina, este collage donde un anónimo artista callejero ha reunido ante una misma mesa –aboliendo el tiempo– a un conocido militante político de orientación progresista y a la famosa escritora y pensadora francesa. Vacilo entre varios modos de interpretar las intenciones del o la artista, pero me quedo con estas dos: a) en Argentina el progresismo empieza a reconocer la urgencia de incorporar plenamente la agenda feminista, trazada hace décadas por gente como Beauvoir; b) en Argentina el patriarcado aún campea, y el progresismo haría bien en sentarse a incorporar a fondo las ideas de Simone. También estos cruces hacen de Buenos Aires una ciudad de traducción.

                  

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© Margot Nguyen Béraud

Ariel Dilon, nacido en 1964 en Buenos Aires, es escritor, periodista, editor y traductor, por ejemplo, de Joe Brainard, Stephen Dixon, Marcel Schwob, Mark Twain, Alfred Jarry, J.M.G. Le Clézio, Patricia Highsmith, Phillip Sollers, Jacques Lacan, Pierre Bourdieu, Jacques Derrida, Alexandre Dumas, Michel Foucault, Alexander Theroux y Marc Augé.

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