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Una nación fundada sobre traducciones

“Darle duro a los gringos”
Los traductores
El mundo editorial

Antaño un puerto artifical, hoy un barrio de ocio: Puerto Madero al atardecer. © Timo Berger

Podría decirse que, junto con la educación gratuita, la inmigración masiva y la libertad de culto, las traducciones son uno de los pilares sobre los que se fundó la Argentina, y también que, incluso hoy, éstas siguen siendo una importante base de sustentación para nuestra manera de procesar las complejidades del mundo haciéndolas nuestras. Y hay evidencias de ello. En 1794, el abogado y político Manuel Belgrano, uno de los participantes de la junta de gobierno que comenzó la Revolución de Mayo de 1810 –momento en que la futura argentina asentó su voluntad de separarse del yugo español– tradujo las Máximas generales del gobierno económico de un reyno agricultor, de François Quesnay, un texto de naturaleza económica, publicado primero en España y luego en Buenos Aires. Ya en 1810, se publicó localmente El contrato social, de Jean-Jacques Rousseau, traducido –y expurgado– por Mariano Moreno, otro abogado y patriota, que también tradujo a Constantin de Volney y del marqués de Condorcet, filósofo y científico del Iluminismo. Desde entonces, y hasta llegar a Un país mental, 100 poemas chinos contemporáneos, la primera antología argentina de poetas actuales, seleccionada y traducida directamente del chino por Miguel Ángel Petrecca, la Argentina siempre ha traducido y asimilado el pensamiento y el arte de las más diversas latitudes, convirtiéndolo, adaptación mediante, en propio y, por lo tanto, confiriéndole nuevas especificidades. Así también lo vio el investigador y traductor Sergio Waisman, profesor de la George Washington University durante una visita al Club de Traductores Literarios de Buenos Aires (CTLBA)1: “La traducción importó el pensamiento y la literatura europeos a través de un proceso de adaptación y apropiación, y, recontextualización mediante, los acriolló”.

Directo del mandarín: antología de poesía china contemporánea compilada y traducida por Miguel Ángel Petrecca

Ese proceso podría remontarse a la primera mitad del siglo XIX, cuando Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría y José Mármol, tradujeron y encontraron las palabras para describir el territorio de la patria en los textos de los visitantes británicos –más de cincuenta– que, entre fines del siglo XVIII y mediados del XIX, habían descrito a la futura Argentina, tomando como modelo la prosa del naturalista alemán Alexander von Humboldt, y en ese curioso juego de influencias  –como bien señala el crítico Adolfo Prieto en Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina. 1820-1850– plantaron el germen de nuestra primera literatura. El gran escritor Domingo Faustino Sarmiento, político que entre 1868 y 1874 gobernó la Argentina, hizo otro tanto, pero, en su caso, explorando acaso involuntariamente las posibilidades literarias del error: ya en la primera página de Facundo, acaso su obra más notable, anota “On ne tue point les idées”, frase de origen dudoso que atribuye a Hippolyte Fortoul –aunque otros atribuyen al Conde de Volney y, en otras oportunidades, a Denis Diderot–, que dice haber escrito con carbón al pasar por la Quebrada de Zonda, en 1831, en su huída a Chile, escapando del tirano Juan Manuel de Rosas –quien rigió el destino del país desde 1829 hasta 1852–, y que el autor de Recuerdos de provincia –la otra gran obra de Sarmiento– tradujo mal (“A los hombres se degüella, a las ideas no”). “En este caso, la traducción funciona como transplante y como apropiación –sostuvo el escritor Ricardo Piglia –. Pero es un manejo ‘lujoso’ de la cultura, neto signo de la civilización, corroído, desde su interior, por la barbarie”. Es posible que esa línea de fuerza surgida a partir de la apropiación de lo traducido para los fines propios, con el tiempo haya desembocado en las referencias equívocas, las citas falsas y la erudición muchas veces apócrifa de Jorge Luis Borges, convirtiendo así las manipulaciones políticas en propósitos estéticos.

“Darle duro a los gringos”

Barolomé Mitre fue revolucionario, general, presidente, historiador... y traductor de Dante, Virgilio y Horacio, así como de contemporáneos como Víctor Hugo y Longfellow. Fuente: http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-84341.html

Entre las muchas historias que existen alrededor de la traducción en la Argentina, resulta insoslayable una que, verdadera o apócrifa, tiene como protagonistas al político (y entre 1862 y 1868, presidente argentino) Bartolomé Mitre –traductor de Dante, pero también de Victor Hugo, de Henry Wadsworth Longfellow, de Lord Byron, de Pierre-Jean de Béranger y de Horacio– y a Lucio V. Mansillo, con Sarmiento, el otro gran escritor nacional del siglo XIX, autor de Una excursión a los indios ranqueles. Mansilla visita a Mitre y, al cabo de una larga espera, recibe las disculpas de su anfitrión, quien se excusa manifestando lo ocupado que estaba con la primera traducción argentina de la Divina Comedia. Mansilla entonces lo exhorta: “Hay que darles duro a los gringos, mi general”. Más allá del chiste, eso era justamente lo que Mitre estaba haciendo: le estaba dando duro a los gringos –término que en la Argentina nombra no sólo a los estadounidenses, sino a todos los extranjeros provenientes de fuera de América latina–, cuando, en la década de 1890, traducía al castellano culto de su época, empleando, acaso por influjo de la incipiente inmigración, italianismos que después se harían carne en el habla argentina.

Tal vez, algo similar, pero de consecuencias mucho más perdurables, podrá leerse más adelante cuando el escritor Roberto Arlt convierta en potente prosa argentina el castellano de las malas traducciones españolas de Dostoievsky, que él leía editadas por el sello TOR. O cuando el argentino José Salas Subirat (1900-1970), anticipándose en varias décadas a los traductores ibéricos, tradujo en 1945 por primera vez al castellano periférico de nuestro país el Ulises, de James Joyce, sacándole provecho a esa circunstancia ya que, como señala el escritor Carlos Gamerro, “el Ulises original está escrito, no en una lengua o dialecto, sino en la tensión entre una variante desprestigiada (el inglés de Irlanda) y otra dominante (el inglés británico imperial) – relación que puede compararse, aunque no homologarse, a la que existe entre el español de España y el de los demás países de habla hispana”. Y aquí entonces vale la pena hacer una importante afirmación que no es evidente para todo el mundo: las buenas traducciones realizadas en este país son literatura argentina y entran en una serie que comparten con los textos producidos por los escritores nacionales. Anticipándose a este juicio de naturaleza estética, la Ley de Derechos de Autor –más conocida como Ley Noble–, promulgada en la década de 1930, equipara al traductor al rango de creador, lo que hace que sus derechos sobre su creación sean inalienables, una circunstancia que los editores que exigen a los traductores la cesión de una traducción a perpetuidad suelen pasar por alto.

Los traductores

Vista del centro de Buenos Aires. © Timo Berger

Los hombres y mujeres que han traducido en el país responden a muchas y muy distintas tipologías. Ha habido traductores circunstanciales, movidos por alguna afinidad ideológica, como es el caso de, por ejemplo, el político Juan B. Justo (1865-1928), quien en 1898 tradujo el primer tomo de El Capital, de Karl Marx, o guiados por la coyuntura, como ocurrió con el general José María Paz (1791-1854), que a lo largo de sus cuatro años de cautiverio se dedicó a traducir La Guerra de las Galias, de Julio César, o el general Edelmiro Mayer (1939-1897), traductor de Edgar Alan Poe, mientras combatía en las guerras civiles argentinas y en la Guerra de Secesión en los EE.UU. También, inmensos traductores profesionales, como Patricio Canto(1916-1989) y Floreal Mazía (1920-1990), “generalistas” que superaron holgadamente el centenar de títulos. Ha habido asimismo especialistas en un único tema, como es el caso de Carlos A. Aldao (1860-1932) y Juan Heller (1883-1950), quienes en las primeras décadas del siglo XX tradujeron a la mayoría de los viajeros ingleses del siglo anterior, y otros que alternaron entre una especialidad y textos que los atrajeron, como Carlos Muzzio Sáenz Peña (1885-1954), fundador del diario El Mundo, traductor de viajeros ingleses y de Rubaiyat, de Omar Khayamy de El jardinero, de RabidranathTagore. Ha habido también especialistas en una única lengua, como Lysandro Z. De Galtier (1901-1985) o traductores de múltiples lenguas, como J. R. Wilcock (1919-1978) o Aurora Bernárdez. Asimismo, ha habido traductores de un único género, como Delfina Bunge de Gálvez (1881-1952) y Alberto Girri (1919-1991), ambos traductores de poesía, o León Mirlas (1907-1990), traductor de literatura dramática, y traductores de todos los géneros imaginables, como José Bianco (1908-1986). Y para terminar esta caracterización caprichosa –y, por supuesto, muy incompleta–, hay una sobrecogedora lista de traductores escritores, como Miguel Cané, Roberto Payró, Victoria Ocampo, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Aldo Pellegrini, Arturo Frutero, Manuel Mujica Láinez, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Estela Canto, César Fernández Moreno, Norberto Silvetti Paz, Osvaldo Svanacini, Rodolfo Walsh, H. A. Murena, Horacio Armani, Alberto Vanasco, Raúl Gustavo Aguirre, Hugo Gola, Hugo Padeletti, Elizaberth Azcona Cramwell, Félix Della Paolera, Horacio Castillo, Rodolfo Alonso, Juana Bignozzi, Alberto Szpunberg, Santiago Kovadloff, Héctor Libertella, Diana Bellessi, Elvio E. Gandolfo, Javier Adúriz, Carlos Gardini, Daniel Samoilovich, César Aira, Jorge Aulicino, Liliana Ponce, Marcelo Cohen, María Julia De Ruschi, Mirta Rosenberg, Jonio González, Esteban Moore, Carlos Vitale, Andrés Ehrenhaus, Sara Cohen, Gerardo Gambolini, C. E. Feiling, María Martoccia, Alejandro Bekes, Teresa Arijón, Pablo Ingberg, Guillermo Piro, Pablo Anadón, Fabián Iriarte, Damián Tabarovsky, Laura Wittner, Matías Serra Bradford, Rafael Spregelburd, Beatriz Vignoli, Mariana Dimópulos, Ariel Magnus , Julia Sarachu o Leonor Silvestre. También, de traductores provenientes del campo académico –vale decir, que se desempeñan en instituciones académicas y que en el ámbito de la traducción llevaron a cabo tareas de investigación y docentes–, como Alberto Navarro Viola, Alejandro Korn, María Rosa Lida de Malkiel, Rodolfo Modern, Enrique Luis Revol, EnriquePezzoni, Jaime Rest, Rolando Costa Picazo, Nicolás Rosa, Virginia Erhart, Alberto Silva, Antonio Tursi, Patricia Willson, Griselda Mársico, Omar Lobos, Florencia Garramuño , Martina Fernández Polcuch, Flavia Costa, Alejandro González, Mariano Pérez Carrasco y otros que han elegido limitarse a ser grandes profesionales de la traducción como Arturo Costa Álvarez, Eduardo Paz Leston, Ricardo Pochtar, Víctor Goldstein, Amalia Sato, Julia Benseñor, Marcos Mayer, Luisa Borovsky, Gabriela Adamo, Pablo Gianera, Carla Imbrogno  o Lucia Vogelfang. Y Aníbal Leal, Luis Alberto Bixio, Pablo Palant, Atilio Dabini, Ángel Cappelletti, Marcelo Covián, Marcial Souto, Elena Marengo, Daniel Gigena, Martín Schiffino, Romina Doval, etc. Por supuesto que se trata, en más de una ocasión, de categorías de límites muy tenues que, de hecho, podrían aplicarse a un mismo traductor.

El mundo editorial

Paradójicamente, a pesar de la importancia que la traducción parece haber tenido en nuestra formación como sociedad y de que en la actualidad sea un tema ampliamente instalado entre nosotros, muchos editores locales no se dan cuenta de que los libros traducidos no existen sin los traductores. En su mayoría, no sólo no reconocen la importancia de la profesión, sino que, de hecho, la ven como el eslabón más fácilmente vulnerable en el proceso de publicación de un libro originalmente aparecido en lengua extranjera. Las tarifas miserables y el regateo mendaz al que obligan a los traductores –comportamiento que los responsables editoriales nunca tendrían con la papelera, la imprenta o el encuadernador– van acompañadas de contratos abusivos o del todo ausentes. Por otra parte, no siempre los subsidios para la traducción provenientes del exterior llegan a los traductores, aun cuando se anuncien de manera inequívoca. La lista de miserias es tan grande como la ignorancia que históricamente han demostrado los editores respecto de las leyes vigentes que una y otra vez burlan sin la menor elegancia, apelando a la amenaza siempre latente de no dar más trabajo a quien se queje.

Sumemos a esto que la prensa tampoco ayuda. Se comenta el estilo de los libros extranjeros traducidos como si hubieran sido escritos en castellano y sólo aparece el traductor cuando éste ha cometido algún error grosero o, absurdamente, cuando ha sido fiel al error ya incluido en el original por el cual luego va a ser criticado sin que el crítico tenga a mano el original que pueda justificar la anomalía.

Llegados a este punto, esta claro que el público raramente percibe a los traductores. Mucho menos advierte que, cuando lee traducciones de otras variantes del castellano –fundamentalmente las españolas– lo hace siguiendo una agenda ajena impuesta por la compra de derechos “para toda la lengua”, artilugio que atiende apenas a criterios comerciales y nunca a las necesidades de cada provincia del castellano.

Fußnoten
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Jorge Fondebrider (1956, Buenos Aires) es un poeta, ensayista, traductor y periodista cultural argentino. Entre 1986 y 1992 fue secretario de redacción de la revista Diario de Poesía. Desde el 2002 hasta 2006 se desempeñó como coordinador de eventos y publicaciones del Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires. En 2003 recibió las Palmas Académicas del gobierno de Francia por servicios prestados a la cultura francesa. En 2009, junto con Julia Benseñor, creó el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Tradujo Georges Perec, Henri Deluy, George Sand.  Patricia Highsmith, Richard Gwyn, Jack London, Gustave Flaubert y Joseph Conrad, entre otros.

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