Journale Un viaje de traducción.

CECI N’EST PAS UN BURRO

Por Isabelle Liber. Traducción de Martina Fernández Polcuch y María Tellechea.


Una vez, mi hermano menor, al que le había regalado uno de los libros que traduje, me dijo: “Mientras leía el libro tenía la sensación de estar leyendo una carta tuya.” ¡Oh no! ¿Cómo podía ser que reconociera mi voz, cuando mi rol justamente era desaparecer detrás del estilo del/de la autor∙a y cederle por completo la palabra?

Por supuesto que la idea de la traductora “transparente”, que brilla por su ausencia, es una ilusión. Basta con hacer traducir dos o tres oraciones a personas diferentes para comprobar que los resultados son completamente distintos y dejan huellas de la persona que tradujo.

Señales en el sendero de los burros de Santorini

Cuando nos aproximamos a un texto, no lo hacemos como traductor automático, sino como ser pensante, sensible, hablante, que se diferencia de los demás en cuanto a su conocimiento, atención y experiencia.

„Nos miramos directo a los ojos. Sus ojos eran negro aza­bache, bordeados de un pelaje blanco. También su hocico era blanco, igual que sus dientes, que prácticamente irradiaban luz en la oscuridad. Escuché un grito que parecía venir del mar pero era tan solo el mío. El burro delante de mí se quedó muy tranquilo, me miró por un largo rato antes de retomar su camino, y de que yo lo siguiera mientras temblaba y guardaba mucha distancia. Cuando él se detenía yo también lo hacía. Cuando él caminaba yo iba detrás de él. Era un juego, hacía tiempo que no jugaba y no entendía quién ganaría aquí ni de qué manera. Recién cuando continué la marcha y él no se in­mutó me di cuenta de que el burro me esperaba, que esa sería su victoria: si yo lo alcazaba y aceptaba la oferta. Si confiaba en él, él habría ganado.” (Hijas, p. 219)

En este pasaje, hacia el final de la novela de Lucy Fricke, Betty, la narradora que quiere escapar de su pasado cuando este amenaza con llevársela a pique, de pronto se encuentra parada frente a un burro. Si esta escena me conmueve no es solo por el papel que desempeña en la historia1 , sino también –y ese es el motivo de este texto– porque despierta en mí asociaciones muy personales que van más allá de mi lectura. El burro de la autora por supuesto no es mi burro, y no puede serlo. En el burro que ella describe se superpone un burro que está compuesto de todo aquello que yo asocio con el concepto de burro.

Mi burro es, en primera instancia, un reflejo de todos los burros que acompañaron mi niñez: mi madre amaba ese animal, y cuando viajábamos en auto por el campo, siempre nos deteníamos para acariciar a los burros a la vera del camino, para sacarles una foto. La biblioteca familiar estaba llena de libros sobre burros, y una vez, con motivo de un cumpleaños, incluso realizamos un paseo en compañía de un simpático asno.

Muestras de la colección iconográfica familiar (postales y libro, G. Rossini, Mémoires des ânes et des mulets, Équinoxe, 2003)

Pero mi burro también es un zorro filósofo, porque el encuentro entre Betty y el burro me trae a la memoria forzosamente la escena entre el Principito y el zorro en el libro de Saint-Exupéry que, pese al exceso de merchandising, sigue siendo maravilloso.

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Encuentro entre el zorro y el Principito en la película Le Petit Prince, 2015

Pero mi burro también se mueve “entre los mundos” en las sendas georgianas del pintor Niko Pirosmani, cuya obra me acompaña desde hace varios años, primero por intermedio de un amigo cercano; luego, en la penumbra de una sala de cine que proyectaba la fascinante película de Gueorgui Chenguelaia sobre el artista2, finalmente, al trabajar en la edición del catálogo sobre el artista con motivo de una hermosa exposición realizada en 2018/19 en la Albertina (Viena) y la Fondation Van Gogh (Arles).

Pirosmani en Grecia o Betty en Georgia: cuando se solapan proyectos distintos

Sin la intención de contradecir al original o de invadirlo, cada palabra con la que describo al burro en ese pasaje lleva consigo minúsculas huellas de todos los burros que se cruzaron en mi camino. O, para decirlo con Jean-René Ladmiral: “Una escritura traductora no es posible sin la subjetividad mediadora de lxs traductores”.3 Y es esa subjetividad la que vuelve tan apasionante la traducción.

A la siguiente estación

Fußnoten
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