Najat El Hachmi: Am Montag werden sie uns lieben
Übersetzt aus dem Spanischen von Michael Ebmeyer

El lunes nos querrán, Ediciones Destino, Planeta, Barcelona 2021 (Auszug: 133-137)

Esa primavera acompañé a mi madre al médico varias veces. Primero le salieron unas ronchas en los hombros y el cuello que no se le iban ni con el jabón para hongos. La derivaron al dermatólogo, y le dijo que no sabía lo que era, que podían tener muchas causas. Mi madre no entendía que unos médicos que lo sabían todo de medicina no pudieran descubrir lo que le pasaba. Luego le empezó el dolor de espalda que no se le iba nunca, y pasó un poco lo mismo que con las ronchas: en las radiografías no había nada. Regresábamos a casa, pero unos días más tarde mi madre volvía a pedirme que llamara para concertar una cita, que no podía dormir ni estarse sentada ni de pie, que aquello no era vida. Yo solo le hacía de traductora, pero cuando me miraba con desconcierto (Anm. d. Übs.: In der katalanischen Ausgabe fehlt der Satzteil »solo le hacía de traductora, pero cuando me miraba …«; ich vermute, es handelt sich um ein Versehen, eine ›verschluckte‹ Zeile) después de que los médicos le dijeron que no tenía nada, me sentía como si fuera yo la que no encontraba remedio a sus males. Al final, de tanto visitar a la médica de cabecera, un día le dijo que el peso no ayudaba mucho y le pidió que se subiera a la báscula. No sé si era la primera vez que la pesaban, pero cuando la doctora nos dio la cifra, mi madre se quedó callada un buen rato, pensando en sus propias dimensiones. Hasta que al final puso cara de asustada y me soltó: ¡un quintal! ¡Peso casi un quintal! Como esos sacos de grano imposibles de levantar!

Se asustó y yo la comprendí porque era la primera vez que era consciente de que pesaba más de la cuenta. Se sintió gorda de repente. Me pareció que era como un niño pequeño que pierde la inocencia. Si la médica no la hubiera pesado, mi madre nunca se habría sentido gorda porque, aunque era de carnes abundantes, no se había puesto nunca esa etiqueta. Y nadie con quien se relacionaba se la había colgado. Al contrario: cuando mandaba fotografías a su familia y la veían así, con su rostro ancho y lleno, le contestaban, grabando mensajes en una casete, que Dios le guardara su aspecto tan saludable, que se notaba que el extranjero le sentaba bien y que le deseaban que conservara siempre la abundancia con la que había sido agraciada. No sabían allí abajo que hay gordura que no se cría por felicidad y bienestar, sino por vivir en un piso de techos bajos del que no se sale nunca, por no parar todo el día a causa de tener seis hijos, por no poder sentarte nunca a comer tranquilamente, por las madalenas envueltas en plástico y sobre todo por las corazas que construyes en torno a ti para aguantar los golpes.

En un primer momento me dio pena que mi madre descubriera sus verdaderas dimensiones, pero cuando estuvo de pie sobre la báscula y la doctora iba pasando las piezas de metal, sentí que de algún modo mi madre se acercaba a mí, que entraba en mi mundo, y fue como si la hubiera rescatado acogiéndola en mi día a día de restricciones y control de la comida. Si pudiera adelgazar, me dije, se volvería más ágil, más esbelta, más moderna y le sería más fácil salir de donde estaba metida. No sé de dónde saqué esa idea, pero cuando la doctora le preguntó si quería ponerse a dieta para adelgazar, yo sentí de repente que mi madre podría entender lo que era, podría al fin sumarse a mi revolución silenciosa. Entonces estaba convencida de que las dietas nos salvarían de las desgracias y nos llevarían a una vida más fácil y próspera.

Mientras andábamos de regreso a casa me invadió una felicidad extraña. Le pregunté si quería que le preparara una dieta. El lunes, le dije, el lunes empezamos. Le diseñé un plan muy restrictivo: todo eran proteínas y toneladas de verdura hervida, que ya sabes que nuestras madres no la comen nunca así, que decían que era insípida. Sin especias, sin estofar ni nada. El lunes por la tarde me dijo que le dolía la cabeza y que no lo veía claro, que si estaba segura de que esa era la forma de hacerlo. Yo le respondí que sí, que sí, pronto te acostumbrarás y se te irá el dolor de cabeza, ya verás. No sé por qué fui tan cruel e implacable. Me miraba con los ojos medio cerrados de dolor y yo: que sí, que sí, hazme caso. Y un poco era como si yo fuera la madre y ella la hija.

Cuando la semana siguiente la enfermera la pesó, resultó que no había perdido ni un gramo. Pues dile que he pasado más hambre que de pequeña en el pueblo, le dijo mi madre. Cuando le conté a al enfermera la dieta que le había preparado movió la cabeza: estos regímenes de revista no sirven de nada. Le pidió que volviera a comer como antes y que anotáramos todo durante una semana. Cuando volvimos le dio unas pautas adaptar su alimentación. Pan sí pero sin mojar en la salsa, que es donde están las grasas. Y mi madre me dijo en nuestra lengua: qué vida más triste sin mojar pan, y la enfermera le entendió y le respondió que, aunque fuera poco, tenía que hacer un esfuerzo, que ya sabía que nosotros sin pan no podemos vivir. La leche desnatada y el té sin azúcar o con ese edulcorante que no pesaba nada y que unos años más tarde retirarían del mercado porque se había descubierto que provocaba cáncer. Yo le dije a la enfermera que también quería ponerme a dieta, y mi madre me miró sin decir nada pero levantando una ceja. No tienes que perder tanto como tu madre. Fue lo único que me dijo, aunque estaba ya muy delgada y llevaba años con el lunes, lunes, lunes. Le conté que mi gran problema era que adelgazaba de cintura para arriba, pero el culo no había forma de bajarlo. Pues hazte un masaje así, me dijo pasándose las manos alrededor de las nalgas con movimientos circulares.

Yo no sabía que esa era la última primavera que viviría con mi madre, pero de repente fue como si me hubiera acercado a ella después de muchos años de estar alejadas la una de la otra, aunque vivíamos en el mismo piso pequeño. Cada semana andábamos en silencio los tres cuartos de hora que teníamos hasta el ambulatorio. La enfermera la trataba como a una mujer adulta, aunque mi madre le dijera que no la entendía. Cuando le hablaba, ella le respondió: que sí, que finges que no me entiendes pero eres más lista de lo que quieres hacerme creer. Entonces mi madre se reía porque era como si le hubieran descubierto algo que quería esconder: que aunque era una mujer de su casa que todo el día limpiaba y recogía y cocinaba, también le clasificaba los recibos a mi padre y le llevaba las cuentas de la empresa. Todo sin saber leer ni escribir ni entender la lengua del país.

Im folgenden Frühjahr begleitete ich meine Mutter immer wieder zu Arztterminen. Anfangs bildeten sich Quaddeln auf ihren Schultern und am Hals, gegen die selbst die Pilzseife nicht half. Sie erhielt eine Überweisung zum Hautarzt, und der sagte, er wisse nicht, was das sei, so etwas könne viele Ursachen haben. Meine Mutter verstand nicht, wieso Ärzte, die doch alles von Medizin wussten, nicht in der Lage waren, zu klären, was sie hatte. Dann fingen die Rückenschmerzen an und ließen nicht mehr nach, doch wieder verlief es ähnlich wie bei den Quaddeln: Die Röntgenbilder zeigten nichts Auffälliges. Wir gingen nach Hause, und ein paar Tage später bat meine Mutter mich von Neuem, einen Termin für sie zu machen, sie könne weder schlafen noch sitzen noch stehen, das sei kein Leben. Ich dolmetschte nur für sie, aber wenn sie mich entgeistert ansah, nachdem die Ärzte gesagt hatten, ihr fehle nichts, fühlte ich mich, als sei ich es, die daran scheiterte, die Gründe für ihre Schmerzen zu finden. Als sie zum x-ten Mal bei unserer Hausärztin aufkreuzte, meinte die, es habe vielleicht mit dem Gewicht zu tun, und ließ meine Mutter auf die Waage steigen. Vielleicht war es das erste Mal überhaupt, dass sie gewogen wurde, doch als die Ärztin uns die Zahl nannte, verstummte meine Mutter für eine ganze Weile und dachte offenbar über ihre eigenen Ausmaße nach. Schließlich rief sie mit bekümmertem Gesicht: »Ein Zentner! Ich wiege fast einen Zentner! So wie diese Getreidesäcke, die kein Mensch heben kann!«

Ich verstand ihren Schrecken, denn sie hatte sich nie klargemacht, dass sie übergewichtig war. Mit einem Mal kam sie sich dick vor. Sie wirkte auf mich wie ein kleines Kind, für das eine Welt zusammenbricht. Hätte die Ärztin sie nicht auf die Waage geschickt, wäre meine Mutter sich nie dick vorgekommen. Trotz ihrer Leibesfülle hätte sie sich nie dieses Etikett angeheftet, und auch niemand, mit dem sie Umgang pflegte, tat es. Im Gegenteil: Wenn sie Fotos an ihre Familie schickte und die Verwandten im Dorf sie mit so vollem Gesicht sahen, antworteten sie ihr, auf Kassette gesprochen, Gott möge ihr diese schöne Gestalt bewahren; man merke, dass ihr das Ausland guttue; und immer möge sie so reichlich von allem haben! Im Dorf unten wussten sie nicht, dass es Fett gibt, das nicht von Glück und Wohlstand zeugt, sondern vom Leben in einer engen Wohnung mit niedrigen Decken, die du kaum verlässt; von einem Alltag, in dem du nie innehältst, weil du sechs Kinder hast; von der Unmöglichkeit, dich zum Essen mal in Ruhe hinzusetzen; von den Magdalenas in Plastikfolie und vor allem von der Notwendigkeit, dir einen Panzer gegen die Schläge zuzulegen.

Im ersten Moment tat es mir leid, dass meine Mutter sich über ihre wahren Ausmaße klar wurde, doch als sie auf der altmodischen Waage stand und die Ärztin ein Metallgewicht nach dem anderen verschob, hatte ich zugleich das Gefühl, sie komme mir näher, sie trete in meine Welt ein; und mir war, als könnte ich sie retten, indem ich sie in meinem eigenen Alltag der Ess-Beschränkungen und Diätpläne willkommen hieß. Wenn sie abnähme, sagte ich mir, wäre sie beweglicher, geschmeidiger, moderner, und es würde ihr leichter fallen, etwas an ihrer Lage zu ändern. Keine Ahnung, wie ich darauf kam, aber als die Ärztin ihr vorschlug, fürs Erste Diät zu halten, bildete ich mir ein, meine Mutter könnte mich zu verstehen lernen und würde sich dann endlich meiner stillen Revolution anschließen. Damals glaubte ich felsenfest, dass im Abnehmen der Ausweg aus unserem ganzen Unheil liege und es uns zu einem leichteren, gedeihlicheren Leben verhelfen würde.

Auf dem Heimweg erfüllte mich ein seltsames Glücksgefühl. Ich fragte sie, ob ich ihr einen Diätplan erstellen solle. »Montag«, sagte ich zu ihr: »Montag fangen wir an.« Mein Plan für sie war sehr strikt: Nur noch Proteine und gekochtes Gemüse, wie es unsere Mütter sonst nie aßen, weil sie es fade fanden. Keine starken Gewürze, keine deftigen Eintöpfe, keine Hülsenfrüchte. Am Montagnachmittag sagte sie mir, sie habe schlimme Kopfschmerzen, sie sei kaum noch bei Sinnen, und ob ich mir sicher sei, dass es sich um die richtige Methode handele? »Aber ja, aber ja«, sagte ich, »du gewöhnst dich im Nu dran, dann gehen auch die Kopfschmerzen weg.« Ich weiß nicht, warum ich so grausam und unnachgiebig war. Sie sah mich an, die Augen vor Schmerz zusammengekniffen, und ich wiederholte: »Aber ja, aber ja, du wirst schon sehen.« Und ein wenig war es, als sei ich die Mutter und sie die Tochter.

Als in der Woche darauf die Arzthelferin sie wog, zeigte sich, dass sie kein bisschen abgenommen hatte. »Sag ihr, dass ich schlimmer gehungert habe als in meiner Kindheit«, bat mich meine Mutter. Ich berichtete der Arzthelferin von dem Speiseplan, den ich erstellt hatte, und sie schüttelte den Kopf: »Diese Diät-Tipps aus Zeitschriften können Sie vergessen.« Sie trug meiner Mutter auf, wieder so zu essen wie vorher, und eine Woche lang sollten wir alles, was sie zu sich nahm, notieren. Als wir dann wiederkamen, gab sie ihr genaue Instruktionen, wie sie ihre Ernährung anzupassen hätte: Brot ja, aber nicht mehr in die Sauce tunken, denn die enthalte besonders viel Fett. »Was für ein tristes Leben, Brot ohne Sauce«, sagte meine Mutter zu mir. Die Arzthelferin verstand sie, obwohl sie in unserer Sprache redete, und meinte: »Sie müssen es ja nicht überstürzen, aber ein bisschen anstrengen sollten Sie sich schon.« Ihr sei ja klar, dass wir ohne Brot nicht leben könnten. Wir sollten entrahmte Milch verwenden und den Tee ohne Zucker trinken, allenfalls mit diesem ganz leichten Süßstoff (der ein paar Jahre später verboten wurde, weil sich herausgestellt hatte, dass er krebserregend war). Ich sagte zu der Arzthelferin, dass auch ich Diät halten wolle, und meine Mutter blickte mich stumm, mit hochgezogenen Brauen an. »Du musst aber nicht so abnehmen wie deine Mutter.« Das war alles, was die Arzthelferin mir erwiderte, dabei war ich schon sehr schlank und seit Jahren auf Kurs Montag, Montag, Montag. Ich schilderte ihr mein größtes Problem: dass ich nur oberhalb der Gürtellinie abnahm, aber nicht am Hintern. »Probiere es mit Einreibungen hier«, sagte sie und deutete kreisförmige Handbewegungen auf den Pobacken an.

Ich wusste nicht, dass es der letzte Frühling war, den ich bei meiner Mutter verbrachte. Auf einmal kam es mir wirklich so vor, als sei sie mir näher, nachdem wir einander jahrelang fern gewesen waren, obwohl wir ja zusammen in der kleinen Wohnung lebten. Woche für Woche gingen wir nun schweigend nebeneinander her die Dreiviertelstunde bis zur Praxis. Die Arzthelferin behandelte sie wie eine erwachsene Frau. Wenn meine Mutter sagte, sie verstehe sie nicht, erwiderte sie: »Doch, Sie tun zwar so, als würden Sie mich nicht verstehen, aber Sie sind schlauer, als Sie behaupten.« Da lachte meine Mutter, als wäre man ihr auf die Schliche gekommen. Denn auch wenn sie eine Hausfrau war, die den ganzen Tag mit Putzen, Aufräumen und Kochen verbrachte, sortierte sie zugleich für meinen Vater die Quittungen und hatte alle Zahlen des Firmenkontos im Kopf. Und all das, ohne lesen und schreiben zu können, ohne die katalanische oder die spanische Sprache zu beherrschen.